Para una noche otoñal, un evocador viaje. ¿Soñamos?
EL LUGAR DONDE NUNCA LLUEVE
No sé el motivo por el cual confié mi anhelo a aquel individuo. Puede que fuese por su semblante nacarado, por su aspecto enigmático o por una mezcla de ambos, pero lo cierto es que no dudé ni un solo segundo de que era la persona adecuada.
—Lléveme al lugar donde nunca llueve —requerí.
—¿Está segura? Porque si es esa su pretensión deberá cerrar los ojos. Yo colocaré sobre ellos una venda con el fin de salvaguardar la ubicación del mismo. Nadie, bajo ningún concepto, ha de saber el camino.
Me pareció sensato lo que aquel hombre decía, si bien el hecho que me impulsaba a seguir sus órdenes no eran sus palabras, sino su entonación lenta y monocorde y aquella penetrante mirada.
—¿Preparada?
—Preparada.
—¡Hemos llegado!
Habían transcurrido cinco o diez segundos, quizá quince pero no más, cuando, con extrema suavidad, deslizó la venda y dejó mis ojos al descubierto. En ese instante percibí una hermosa luz multicolor que se dispersaba por todas partes creando un clima extraordinario, una sensación difícilmente equiparable a cualquier otra que hubiera experimentado nunca. El lugar donde nunca llueve, mi deseo hecho realidad.
—Aquí sentirá el calor del sol y escuchará el concierto de la lluvia, mas nunca se mojará. Recuerde, este lugar posee magia.
¿Cómo no hacerlo? Era el sitio más encantador que había visto en mi vida, aunque no hubiese nadie, o quizá por eso. Desde él observaba el bosque, la ciudad y el mar al mismo tiempo, cual majestuoso lienzo creado con pinceladas de lluvia. Pero también, desde su interior, divisaba el juego amoroso de las nubes y el sol. Una sublime combinación, la mayor obra de arte.
—¿Dónde estamos? —pregunté curiosa.
—¿Qué importa eso? —contestó el hombre—. Lo verdaderamente importante es que es hora de regresar. No olvide lo que ha sentido, formará parte de su interior para siempre.
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Ilustración de Fito Espinosa |
Me dejé llevar y cerré los ojos una vez más. Enseguida me percaté de que me encontraba de nuevo en casa, tumbada sobre la hierba, en el jardín. No podría contar a nadie lo ocurrido, me tomarían por loca, pensarían en una suerte de ser superior, un dios, una mística aparición, pero yo sabía que no lo era. Aquella aventura permanecería dentro de mí, como un tesoro inalcanzable para el resto. Miré hacia el cielo. Un inmenso arcoíris abrazaba ahora mi hogar. Parpadeé unos segundos para desechar la posibilidad de que fuese una ilusión óptica y entonces lo vi. Allí estaba él, una especie de prestidigitador saludándome con su sombrero de copa desde la distancia. Balanceé mi mano en señal de despedida.
—¡Hasta pronto! —susurré.
Y desapareció. Entre el rojo y el naranja, entre el azul y el añil, mientras aquel cálido arcoíris se evaporaba, fundiéndose en diminutas partículas de sueño con el amanecer.
Loli Rega
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